miércoles, 19 de septiembre de 2012

Sin aplausos por favor.


Ya las filas del teatro no dan aplausos, no queda una sola alma que sea capaz de hacer un solo sonido, ni siquiera se escucha el soplar del viento pues todas las ventanas se encuentran cerradas y las sillas vacías no entregan más que su indiferencia al escenario.  Un único reflector sigue los pasos de aquel que intenta digerir la dimensión minúscula de su existencia enmarcada en los harapos polvorientos de ese viejo y desolado teatro  donde quiere dar su testimonio a un público que no existe y, de hacerlo, no se molestaría en pagar la boleta de esa función patética e irrisible.

El hombre da pasos en el escenario esperando que algo rompa el crujir de las viejas tablas, al menos un insecto que sea capaz de servirle como humilde receptor de su mensaje, el más humilde de todos los imaginables en posibilidad de escucharlo, pero nada, solamente nada y él entiende que no debe ser oído el que nada en verdad tiene para decir, al menos nada importante.

Sin embargo, y siendo del todo honesto, el hombre de las tablas sabía que un escenario no era para desperdiciarse pues al menos el silencio y las frías e indiferentes sillas tapizadas con imitación de terciopelo que una época fue rojo y hoy esta oxidado, le servían expectantes como receptores de su mensaje, incluso el no humilde sino miserable insecto que no quiso verlo dar su discurso era suficiente en su ausencia para recibir sus palabras de frustración que sonarán débiles por la ausencia de orgullo.

No siendo más, el crujir de las viejas tablas da inicio mientras el gastado reflector central se concentra en la silueta del hombre solitario que se encamina al centro de los no-aplausos para dirigirse por fin a su no-público.

-Oda a la derrota- frase que rompe el ambiente cercano al silencio del viejo y gastado teatro donde sólo un hombre, más bien, un hombre solo se desgarra el pecho para sacar ese cáncer que lo llena de preguntas que no deben tener respuesta, de frases que se acumulan en el día a día burdo y circular, de recuerdos que lo marcan como tatuajes invisibles que no se borran ni cambian en su significado, porque para él es un significado distinto al que tuvieron en su día de nacimiento, a saber, sus sentimientos cambian esas imágenes que en principio fueron vividas y llenas alegría en recuadros oscuros y sin sonido, solo un ruido bajo que perturba el estomago como la comida rancia disfrazada de gourmet.

-Sí, sí, sí, sí- se regocijaba el hombre después del primer torrente de palabras que salió por su boca, un regocijo que le servía de consuelo después de haber gritado toda la podredumbre de su interior, después de haber mostrado a su no-público lo poco virtuoso de su corazón, si existen aun los caballeros de armadura el hombre no era uno de ellos, y no importaba, quién necesita un paladín cuando abunda el abogado, ridículo simplemente ridículo, pensaba el hombre cuando terminó su consuelo maquillado de auto jubileo.

Y el teatro seguía inerte ante su presencia y sus palabras, ni siquiera el eco de sus frases le servía como ruido de fondo ya que él mismo despreciaba el sonido de su voz nasal que le recordaba el ruido, el pitido si se quiere, de los televisores viejos. Sí su voz le recordaba esos sonidos de lo posmoderno, de lo artificial y lo barato, del celular siempre conectado y de la necesidad de más aparatos para hacer menos cosas, de un segundo maquinismo que viene de fabrica incompleto y reducido al tamaño de un bolsillo. Pero esta tarde se trata solo de su voz y de lo que ella va a decir, así que no importa, de todas formas no hay quien escuche.

Un suspiro, el hombre baja la cabeza y sin levantar del todo la mirada, continúa en su ejercicio cuasi masturbatorio de revelar la lástima que siente por su propio ser o, más adecuado sería decir la lástima que siente de su propio, lento y estúpido existir, donde ya no hay ningún trofeo, ni siquiera el premio “al mejor intento”, donde su caja de crayolas ya no pinta bien, al usarlas no salen colores, solo rastros húmedos de cenizas grises, pero cuando abre la caja para sacar uno de sus crayones, los ve de todos los colores, intactos, perfectos, solo se dañan cuando él los usa. Por eso vino al teatro para contar como sus manos, su piel, distorsiona todo aquello que toca.  

El único ruido distinto fue el de esa única lagrima que de su ojo derecho se escapo hasta golpear las viejas y gastadas tablas del escenario del teatro con las sillas indiferentes que algún día fueron rojas, ni siquiera un alma miserable pudo escuchar ese sonido que dejó vacía la habitación, como si en ella se hubiese congelado el aire y el tiempo. Nada más que eso, derrotado el hombre que llora solo, porque no hay quien lo acompañe, pierde todo impulso de seguir sacando los trapos sucios de su interior humano y repugnante, ahora para él todo queda como en el comienzo pues lo único que obtuvo fue nada. El reflector se apaga y el telón cae mientras el hombre abandonado se pierde en sombra y polvo, en un viejo teatro donde no se abren las ventanas.


R. Saldarriaga