Ya
las filas del teatro no dan aplausos, no queda una sola alma que sea capaz de
hacer un solo sonido, ni siquiera se escucha el soplar del viento pues todas
las ventanas se encuentran cerradas y las sillas vacías no entregan más que su indiferencia
al escenario. Un único reflector sigue
los pasos de aquel que intenta digerir la dimensión minúscula de su existencia
enmarcada en los harapos polvorientos de ese viejo y desolado teatro donde quiere dar su testimonio a un público
que no existe y, de hacerlo, no se molestaría en pagar la boleta de esa función
patética e irrisible.
El
hombre da pasos en el escenario esperando que algo rompa el crujir de las
viejas tablas, al menos un insecto que sea capaz de servirle como humilde
receptor de su mensaje, el más humilde de todos los imaginables en posibilidad
de escucharlo, pero nada, solamente nada y él entiende que no debe ser oído el
que nada en verdad tiene para decir, al menos nada importante.
Sin
embargo, y siendo del todo honesto, el hombre de las tablas sabía que un escenario no era para desperdiciarse pues al menos el silencio y las frías e
indiferentes sillas tapizadas con imitación de terciopelo que una época fue
rojo y hoy esta oxidado, le servían expectantes como receptores de su mensaje,
incluso el no humilde sino miserable insecto que no quiso verlo dar su discurso
era suficiente en su ausencia para recibir sus palabras de frustración que
sonarán débiles por la ausencia de orgullo.
No
siendo más, el crujir de las viejas tablas da inicio mientras el gastado
reflector central se concentra en la silueta del hombre solitario que se
encamina al centro de los no-aplausos para dirigirse por fin a su no-público.
-Oda
a la derrota- frase que rompe el ambiente cercano al silencio del viejo y
gastado teatro donde sólo un hombre, más bien, un hombre solo se desgarra el pecho
para sacar ese cáncer que lo llena de preguntas que no deben tener respuesta,
de frases que se acumulan en el día a día burdo y circular, de recuerdos que lo
marcan como tatuajes invisibles que no se borran ni cambian en su significado,
porque para él es un significado distinto al que tuvieron en su día de
nacimiento, a saber, sus sentimientos cambian esas imágenes que en principio
fueron vividas y llenas alegría en recuadros oscuros y sin sonido, solo un
ruido bajo que perturba el estomago como la comida rancia disfrazada de
gourmet.
-Sí,
sí, sí, sí- se regocijaba el hombre después del primer torrente de palabras que
salió por su boca, un regocijo que le servía de consuelo después de haber
gritado toda la podredumbre de su interior, después de haber mostrado a su
no-público lo poco virtuoso de su corazón, si existen aun los caballeros de
armadura el hombre no era uno de ellos, y no importaba, quién necesita un paladín
cuando abunda el abogado, ridículo simplemente ridículo, pensaba el hombre
cuando terminó su consuelo maquillado de auto jubileo.
Y
el teatro seguía inerte ante su presencia y sus palabras, ni siquiera el eco de
sus frases le servía como ruido de fondo ya que él mismo despreciaba el sonido
de su voz nasal que le recordaba el ruido, el pitido si se quiere, de los
televisores viejos. Sí su voz le recordaba esos sonidos de lo posmoderno, de lo
artificial y lo barato, del celular siempre conectado y de la necesidad de más
aparatos para hacer menos cosas, de un segundo maquinismo que viene de fabrica
incompleto y reducido al tamaño de un bolsillo. Pero esta tarde se trata solo
de su voz y de lo que ella va a decir, así que no importa, de todas formas no
hay quien escuche.
Un
suspiro, el hombre baja la cabeza y sin levantar del todo la mirada, continúa
en su ejercicio cuasi masturbatorio de revelar la lástima que siente por su
propio ser o, más adecuado sería decir la lástima que siente de su propio,
lento y estúpido existir, donde ya no hay ningún trofeo, ni siquiera el premio “al
mejor intento”, donde su caja de crayolas ya no pinta bien, al usarlas no salen
colores, solo rastros húmedos de cenizas grises, pero cuando abre la caja para
sacar uno de sus crayones, los ve de todos los colores, intactos, perfectos,
solo se dañan cuando él los usa. Por eso vino al teatro para contar como sus
manos, su piel, distorsiona todo aquello que toca.
El
único ruido distinto fue el de esa única lagrima que de su ojo derecho se
escapo hasta golpear las viejas y gastadas tablas del escenario del teatro con
las sillas indiferentes que algún día fueron rojas, ni siquiera un alma
miserable pudo escuchar ese sonido que dejó vacía la habitación, como si en
ella se hubiese congelado el aire y el tiempo. Nada más que eso, derrotado el
hombre que llora solo, porque no hay quien lo acompañe, pierde todo impulso de
seguir sacando los trapos sucios de su interior humano y repugnante, ahora para
él todo queda como en el comienzo pues lo único que obtuvo fue nada. El
reflector se apaga y el telón cae mientras el hombre abandonado se pierde en
sombra y polvo, en un viejo teatro donde no se abren las ventanas.
R.
Saldarriaga
1 comentario:
Espléndido, y aunque desconozco tus intenciones al escribirlo, me recordó cierta naturaleza humana que de cuando en cuando nos lleva a intentar, solos y sin que nadie nos vea, tentar el destino, aventurarnos, insistir y rendirnos, sin que nadie nos desanime o nos de fuerzas para continuar. Y no queda más que eso, un teatro vacío, una hoja en blanco, un amor que terminó antes de empezar, o cualquiera que le aplique.
Dile el tipo que lo admiro mucho, y que me alegra que haya dejado caer esa lágrima, no sólo porque pesan mucho las desdichadas, sino porque ya le quedó un testigo de su oda, así no le aplaudiera.
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