Pues sí, hasta
aquí llegue, en definitiva de forma tentativamente irresponsable puedo decir
que con el caer del día se hundirá uno que quiso ser gigante pero se quedo del
tamaño de un ratón en el abrumador espectro de la vida contemporánea. Como ver
una fogata extinguirse, siento una fatal seducción por pisar la última
frontera, dar ese paso definitivo en el borde del abismo hacia la caída libre,
todo en un curioso y esplendido espiral descendiente que culmina con el ultimo
y máximo golpe contra el suelo.
Así es que en
esta tarde soleada yo Sebastián Suarez, hijo de Martha y Enrique, nacido apenas
hace dos décadas, rodeado del grueso y áspero paisaje gris de Bogotá, rotulado
por el número de “identidad ciudadana” 1 .020 .450 .841, analizo con suma
inmoralidad mis últimos instantes, pues creo en verdad que el coqueteo con la
despedida esconde, en sí mismo, la decadencia propia de los actos más
despóticos y autocomplacientes que puede dibujar la mente humana.
En compañía de
una botella de vino que no puede tildarse de algo más que “de una calidad
aceptable” admiro mi habitación mi cajón, mi refugio, como un conjunto simple
de cosas enmarcadas en cuatro paredes, una cama sencilla y otros enseres propios
de la vida cotidiana, hacia los cuales siento un apego que no es normal, pues
me hacen sentir en mi propia salsa, regocijado por la actividad recolectora de
veinte años, donde se encuentran desde las fotografías y una cobija de un
osito, que recuerdan a un niño inocente, que vivía sumido en risas, hasta
relojes y libros que demuestran un deseo de exploración afanado y presionado
por las paredes aplastantes del mundo actual.
Como cualquier
pretexto de intelectual prematuro y pretencioso creo que existe un cierto
placer con una oscuridad irrisoria en cuestionar los motivos ajenos, así mismo,
hoy 12 de septiembre de 2011, me veo en la encrucijada de preguntarme los míos
propios. Ejercicio tedioso de autodescubrimiento donde intento saber ¿Quién
soy, o no soy? Y ¿Por qué hago lo que hago?
En esta difícil tarea me doy cuenta de primera mano, que dentro de la vida cómoda de un
estudiante universitario de clase media – alta, no existe gran inconformidad
con la vida misma, pero al revisar esos diarios no escritos tallados en las
paredes de mi mente encuentro que en la suma vivida de acontecimientos que
viví, al menos en teoría, no existe ningún rezago de experiencia que me permita
decir que he experimentado más allá de una sumatoria de rutinas en ciclos
repetitivos, las cuales puedo ilustrar como:
Nacer, comer, llorar dormir. Despertar,
colegio, recreo, casa, comer, dormir. Despertar, actividad x, dormir, comer,
beber, dormir, despertar, actividad x, llorar, comer, dormir, beber, dormir,
despertar.
Hace unos meses
vislumbre estos ciclos y me di cuenta que mi propia existencia no es más que un
aparatoso sistema de nada, enfocado hacia nada y cuyo único resultado será
nada. Todo esto quizá y solo quizá, porque soy parte de una generación tan
asquerosamente pasiva e insensible que para mí es simplemente difícil salir de
esta desidia colectiva, donde siento que el mundo me requiere únicamente para
ser un operario más, y francamente no me interesa ese horizonte, pero tampoco
creo poder forjar uno alternativo.
De allí que
estoy en esta encrucijada donde me siento como un fulano cualquiera hijo – de –
no – futuro y veo como una de mis opciones es jugar el sensual juego de la
muerte auto infringida.
Sí, estoy en una
posición donde creo poder ejercer la libertad máxima y la más grande manifestación de mi voluntad, pues me veo en el escenario de poner mi vida en
mis propias manos, así como el amor o el odio propios más puros. Ya voy a la
mitad de esta aceptable botella de vino.
Una copa más y
veo la tentadora boca de la muerte humedeciendo sus dulces, liberadores y fríos
labios, preparados para el más impactante de los besos Quiero sentir esa
brusca caricia y verla directo a sus ojos oscuros y profundos. Quiero bailar su
baile y caer en su trampa, estoy seducido completamente por su misterio, por
esa facultad que tiene de elegir que será de mí.
Es la amante
ideal y envidiosa, un solo roce con ella y eres suyo para siempre, “solo para mí” dice con cinismo y plena
confianza. Somos suyos desde el primer instante de vida, es una sentencia
ineludible, solo algunas veces se puede postergar. Soy su presa, soy su
esclavo, soy su perro encadenado que saca la lengua jadeante, lengua en espera
de su bondad y misericordia. La deseo, con otra copa de vino en la cabeza.
¡ Brindo por ti
muerte!
Es hora de
encontrarnos y salir de esta insoportable cotidianidad estoy aburrido, ya perdí
todo interés, no siento ninguna emoción en revivir el ciclo constantemente, no
siento ningún deber de permanecer aquí. En veinte años no logre nada, no salí
del molde, en otros veinte me veo encerrado y sin movilidad; por lo tanto, más
lejos que eso no me veo, solo veo todo gris asfixiante y sin sentido.
Es hora de darle
las buenas noches a la vida, sin esperar un nuevo amanecer, hasta nunca con la última gota de vino.
Hubo silencio
por unos tres minutos, ni siquiera un suspiro, de repente una explosión seguida
de un golpe seco, como un costal lleno de tierra que cae contra el suelo, y
luego un solo un sepulcral silencio. Amaneció y nada rompía el frío y solemne
silencio que emanaba de la habitación de Sebastián Suarez, identificado con la
cedula 1 .020 .450 .841 de Bogotá, hijo de Martha y Enrique, y un número más
para una estadística sombría.
R. Saldarriaga