martes, 5 de febrero de 2013

Buenas noches vida.


Pues sí, hasta aquí llegue, en definitiva de forma tentativamente irresponsable puedo decir que con el caer del día se hundirá uno que quiso ser gigante pero se quedo del tamaño de un ratón en el abrumador espectro de la vida contemporánea. Como ver una fogata extinguirse, siento una fatal seducción por pisar la última frontera, dar ese paso definitivo en el borde del abismo hacia la caída libre, todo en un curioso y esplendido espiral descendiente que culmina con el ultimo y máximo golpe contra el suelo.

Así es que en esta tarde soleada yo Sebastián Suarez, hijo de Martha y Enrique, nacido apenas hace dos décadas, rodeado del grueso y áspero paisaje gris de Bogotá, rotulado por el número de “identidad ciudadana” 1 .020 .450 .841, analizo con suma inmoralidad mis últimos instantes, pues creo en verdad que el coqueteo con la despedida esconde, en sí mismo, la decadencia propia de los actos más despóticos y autocomplacientes que puede dibujar la mente humana.

En compañía de una botella de vino que no puede tildarse de algo más que “de una calidad aceptable” admiro mi habitación  mi cajón, mi refugio, como un conjunto simple de cosas enmarcadas en cuatro paredes, una cama sencilla y otros enseres propios de la vida cotidiana, hacia los cuales siento un apego que no es normal, pues me hacen sentir en mi propia salsa, regocijado por la actividad recolectora de veinte años, donde se encuentran desde las fotografías y una cobija de un osito, que recuerdan a un niño inocente, que vivía sumido en risas, hasta relojes y libros que demuestran un deseo de exploración afanado y presionado por las paredes aplastantes del mundo actual.

Como cualquier pretexto de intelectual prematuro y pretencioso creo que existe un cierto placer con una oscuridad irrisoria en cuestionar los motivos ajenos, así mismo, hoy 12 de septiembre de 2011, me veo en la encrucijada de preguntarme los míos propios. Ejercicio tedioso de autodescubrimiento donde intento saber ¿Quién soy, o no soy? Y ¿Por qué hago lo que hago?

En esta difícil tarea me doy cuenta de primera mano, que dentro de la vida cómoda de un estudiante universitario de clase media – alta, no existe gran inconformidad con la vida misma, pero al revisar esos diarios no escritos tallados en las paredes de mi mente encuentro que en la suma vivida de acontecimientos que viví, al menos en teoría, no existe ningún rezago de experiencia que me permita decir que he experimentado más allá de una sumatoria de rutinas en ciclos repetitivos, las cuales puedo ilustrar como:

Nacer, comer, llorar  dormir. Despertar, colegio, recreo, casa, comer, dormir. Despertar, actividad x, dormir, comer, beber, dormir, despertar, actividad x, llorar, comer, dormir, beber, dormir, despertar.

Hace unos meses vislumbre estos ciclos y me di cuenta que mi propia existencia no es más que un aparatoso sistema de nada, enfocado hacia nada y cuyo único resultado será nada. Todo esto quizá  y solo quizá, porque soy parte de una generación tan asquerosamente pasiva e insensible que para mí es simplemente difícil salir de esta desidia colectiva, donde siento que el mundo me requiere únicamente para ser un operario más, y francamente no me interesa ese horizonte, pero tampoco creo poder forjar uno alternativo.

De allí que estoy en esta encrucijada donde me siento como un fulano cualquiera hijo – de – no – futuro y veo como una de mis opciones es jugar el sensual juego de la muerte auto infringida.

Sí, estoy en una posición donde creo poder ejercer la libertad máxima y la más grande manifestación de mi voluntad, pues me veo en el escenario de poner mi vida en mis propias manos, así como el amor o el odio propios más puros. Ya voy a la mitad de esta aceptable botella de vino.

Una copa más y veo la tentadora boca de la muerte humedeciendo sus dulces, liberadores y fríos labios, preparados para el más impactante de los besos  Quiero sentir esa brusca caricia y verla directo a sus ojos oscuros y profundos. Quiero bailar su baile y caer en su trampa, estoy seducido completamente por su misterio, por esa facultad que tiene de elegir que será de mí.

Es la amante ideal y envidiosa, un solo roce con ella y eres suyo para siempre, “solo para mí” dice con cinismo y plena confianza. Somos suyos desde el primer instante de vida, es una sentencia ineludible, solo algunas veces se puede postergar. Soy su presa, soy su esclavo, soy su perro encadenado que saca la lengua jadeante, lengua en espera de su bondad y misericordia. La deseo, con otra copa de vino en la cabeza.

¡ Brindo por ti muerte!

Es hora de encontrarnos y salir de esta insoportable cotidianidad  estoy aburrido, ya perdí todo interés, no siento ninguna emoción en revivir el ciclo constantemente, no siento ningún deber de permanecer aquí. En veinte años no logre nada, no salí del molde, en otros veinte me veo encerrado y sin movilidad; por lo tanto, más lejos que eso no me veo, solo veo todo gris asfixiante y sin sentido.

Es hora de darle las buenas noches a la vida, sin esperar un nuevo amanecer, hasta nunca con la última gota de vino.

Hubo silencio por unos tres minutos, ni siquiera un suspiro, de repente una explosión seguida de un golpe seco, como un costal lleno de tierra que cae contra el suelo, y luego un solo un sepulcral silencio. Amaneció y nada rompía el frío y solemne silencio que emanaba de la habitación de Sebastián Suarez, identificado con la cedula 1 .020 .450 .841 de Bogotá, hijo de Martha y Enrique, y un número más para una estadística sombría. 

R. Saldarriaga